Hace mucho, mucho tiempo, vivía
en el fondo del mar del Japón una sirena llamada Amara, la esposa del genio del
mar. Amara solía subir a la superficie de las aguas y allí tenderse en alguna
roca desde la que pudiera contemplar la ciudad, a lo lejos.
Le gustaba especialmente hacer
esto de noche, cuando las luces de la ciudad casi eclipsaban a las estrellas
del cielo. Envidiaba a los habitantes de la ciudad que tenían siempre esa luz
que no se encontraba en el fondo del mar, y que además podían sentir en sus
rostros el viento, el sol, la nieve... cosas que a ella le estaban vetadas.
Así, decidió que, si ella tenía una hija, no le privaría de esas sensaciones
que ella se había perdido. Poco tiempo después, este pensamiento se hizo
realidad, y la sirena Amara fue madre de una pequeña y hermosa criatura. Y con
gran dolor de su corazón, pero sintiéndose a la vez satisfecha por brindarle
esa oportunidad a su hija, la trasladó a una montaña que había cerca de la
ciudad, en la que se alzaba un templo. Y allí la dejó, en las escalinatas del
templo, besándola con uno de esos besos que sólo dan las sirenas y los seres
mágicos, que crean un aura de protección.
Abajo, en el pueblo, vivía un
matrimonio que dedicaba su vida a la elaboración de velas que luego los
peregrinos llevarían al templo. Como fuera que su pequeño negocio iba muy bien,
decidieron ir ellos mismos al templo ese día a agradecerle a su dios los bienes
que les había dado. Así, cogieron dos velas y se dirigieron hacia el templo,
donde hicieron su ofrenda. A la vuelta, cuál no sería su sorpresa cuando
bajando por las escaleras, creyeron oír un llanto débil. Buscando el origen del
sonido, no tardaron en encontrar a la pequeña recién nacida, y movidos por la
compasión y la responsabilidad, la recogieron. Cuando le quitaron las mantillas
que la envolvían, descubrieron asombrados que no era como las otras niñas: la
mitad inferior de su cuerpo era como la cola de un pez, recubierto de escamas
brillantes; era una sirena. Así pues, la llamaron Umiko, que quiere decir
"la hija del mar". Pasó el tiempo, al niña creció y llegó a hacerse
una mujer de extraordinaria belleza.
Su piel era suave como el
melocotón, tersa, y sus ojos despedían un fulgor único que recordaba al de las
esmeraldas. Su cabello largo parecía ser amigo del viento, pues ambos
jugueteaban constantemente, y en fin, Umiko despertaba pasiones entre todo el
que la observaba. Ella, humilde, se sentía incómoda por el efecto que causaba
en los otros, con lo que les pidió a sus padres adoptivos ser quien fabricara
las velas que ellos venderían, porque así no tendría más contacto con los demás
que el estrictamente necesario. Y así pasó ella a encargarse de esta tarea,
añadiendo además a las velas que hacía hermosos dibujos de pájaros y flores y
sobre todo, paisajes marinos que de algún modo le venían a la mente.
El número de compradores
aumentaba sin cesar y además se extendió el rumor de que esas velas eran
eficaces talismanes si uno quería emprender un viaje en barco. Un día apareció
en la tienda un mercader que pidió ver a la creadora de las velas que compraba.
Al ver a Umiko, pensó que sería un gran negocio exponerla al público y quiso
comprársela al matrimonio.
Al principio ellos se indignaron,
pero tal fue la insistencia del mercader que al final se la vendieron por una
fuerte suma de dinero. Cuando Umiko se enteró les suplicó que cambiasen de
idea, pero de nada sirvieron sus lamentos; el trato estaba cerrado.
Por la noche le pareció oír una
voz que la llamaba, como si el mar repitiera su nombre, pero nada vio. Pasó la
noche pintando su última vela. A la mañana siguiente había un carro preparado
con barrotes para llevársela hasta el puerto, donde tomarían un barco que les
llevaría al continente. Partieron, y en la casa quedó el matrimonio
intranquilo, presintiendo que habían actuado mal y que ahora un peligro se
cernía sobre ellos. Llamaron a la puerta, abrieron y apareció una mujer vestida
de blanco que quería comprar una vela.
Dándole a elegir, ella escogió
precisamente esa última vela que Umiko había pintado la noche anterior.
Echándoles una última mirada, no sabría decir si rabiosa o despreciativa, pagó
y se fue al templo, en cuya escalinata dejó la vela encendida.
La vela brilló con una luz
inusualmente fuerte, inusualmente viva. Enseguida, una horrible tempestad
empezó a azotar la costa. El barco en el que viajaban Umiko y el mercader
intentó en vano volver al puerto, pero una enorme ola lo precipitó al fondo del
mar. Mientras el barco se hundía, la última imagen que vio el mercader, que
creyó estar delirando por la cercanía de la muerte, fue la de una mujer de
blanco, con cola de pez, que se llevaba a Umiko de la mano. Era Amara
rescatando a su hija.
Tras la tempestad, el pueblo
quedó borrado del mapa, resistiendo sólo el templo y su escalinata. Y no hace
mucho aún se vendían en algunos pueblos japoneses unas velas pintadas que
recordaban mucho a las que pintara Umiko, la hija del mar, y que los marineros
seguían encendiendo antes de emprender cada travesía...
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